Restaurador del primado...

Con motivo de las VII Jornadas Toledanas de Pensamiento Católico -organizadas por el Instituto Superior de Estudios Teológicos San Ildefonso de Toledo y que llevaron por título Los primados. Santos y reformadores-, se celebró el pasado 11 de marzo en el Salón de Actos Beato Cardenal Sancha del Seminario Mayor de Toledo la conferencia Beato Cardenal Sancha, la restauración del primado. Fue impartida por el Dr. D. Carlos Miguel García Nieto, sacerdote vicepostulador de la Causa del Beato y catedrático de Historia de la Iglesia en el ISET San Ildefonso de Toledo. 

El ponente estuvo acompañado por el Vicario Episcopal para la Cultura, don César García Magán, el director del ISET San Ildefonso, don Francisco María Fernández Jiménez, don Miguel Ángel Dionisio Vivas, profesor del ISET San Ildefonso y don Cleofé Sánchez Montealegre, profesor emérito del ISET San Ildefonso. 

Todas las sesiones de las Jornadas comenzaron con el rezo de la oración aprobada con motivo de la beatificación para pedir gracias por intercesión del cardenal Sancha. Tras concluir la oración, don Cleofé comenzó el acto con una presentación del conferenciante al numeroso auditorio asistente, realizando un recorrido por su trayectoria personal, académica y ministerial. Incidió sobre aspectos relevantes para comprender su línea de trabajo actual, como sus estudios de Geografía e Historia en la Universidad Autónoma de Madrid donde fue alumno -entre otros grandes historiadores- de don Luis Suárez Fernández, de quien sin duda recibió no solo conocimientos históricos sino ante todo un modelo metodológico que se manifiesta en su praxis docente e investigadora actual.

Conferencia en el Salón de Actos del Seminario Mayor de Toledo, 11 de marzo de 2014
Tras la presentación, el ponente realizó un recorrido histórico por la historia de España y su vinculación con la historia de la Iglesia española, haciendo hincapié en aquellos aspectos más directamente relacionados -tanto a priori como contemporáneamente- con los acontecimientos históricos acaecidos en torno a 1898 (fecha en que Sancha es designado Primado de España) y sucesivos años de su pontificado en la sede primada.

A continuación ofrecemos un extracto de su disertación :

España se había perdido y era preciso recuperarla. Así se expresaba un anónimo monje mozárabe que completaba las Crónicas de san Isidoro mediado el siglo VIII. [...] Todo ese esplendor, que alcanza su culmen con Carlos V y su hijo Felipe, se desbarata fulminantemente en el ocaso del siglo XIX. España, tal y como sucediera mil años atrás, volvía a “perderse”. España dudaba de sí; tras un cuarto de siglo de prácticas caciquiles, el régimen mostraba claros síntomas de cansancio, de hartazgo... [...] Era el desastre, el desastre del 98, consumado en el Tratado de París el 10 de diciembre de ese año “maldito”. La Iglesia, por su parte, adolecía de una larga crisis de la que costaba mucho recuperarse: un siglo de exclaustraciones y desamortizaciones, había dejado un balance de miseria material, intelectual, moral y espiritual en su clero y religiosos; y, por extensión, en el pueblo fiel. Para colmo, en el último cuarto de siglo sufrió una división que afectó tanto al episcopado, como a los clérigos –seculares y regulares– y a los seglares. Por todas partes, en la sociedad civil, intelectual y eclesiástica, surgían voces que instaban a la regeneración.


La ponencia concluyó con una síntesis muy completa en la que a través del estudio de algunos aspectos clave en la biografía del Beato el ponente afirmó que el cardenal Sancha "con su vida restauró el Primado" :

Permítanme unas consideraciones sobre lo que el Cardenal representó para la regeneración que tanto se anhelaba en aquel momento y que también hoy puede ayudarnos en la vida social, política, cultural y eclesial. En el cardenal Sancha se conjugan, en una síntesis feliz, cuatro dimensiones: su catolicidad y adhesión fiel a la Sede de Pedro; un corazón sacerdotal, de pastor, identificado plenamente con la Eucaristía –de ahí derivaba precisamente su entrega a los pobres, materiales y en el espíritu–; su amor a España; y, por último, su apertura al exterior. 
 
De la primera, su catolicidad y adhesión al Vicario de Cristo, tenemos testimonios elocuentes que comienzan desde su cautiverio en Cuba como víctima del cisma. Sabía que en Pedro se salvaba la comunión eclesial, y no le importó perder en lo personal con tal de que esta comunión con el obispo de Roma no mermara un ápice. Una pasión por la libertad de la Iglesia le llevó a defender con valentía los derechos más elementales que un laicismo sectario se negaba reconocer. El cardenal fue considerado como el hombre del Papa en España. 
 
Del segundo, su corazón de pastor plenamente identificado con la Eucaristía, aparte de la organización del primer Congreso Eucarístico Nacional en Valencia y otras iniciativas para incentivar el culto a Jesús Sacramentado, bien podemos decir que su vida fue una plasmación del ideal eucarístico de despojo personal en favor de los demás: el ideal de la última Cena, cuando Jesús lava los pies de los discípulos: «Habéis visto lo que he hecho con vosotros... Haced también vosotros lo mismo». Este ideal de servicio no partía en él de un natural sentido de solidaridad o de humana compasión; nacía precisamente de la esencia cristiana que marca su origen, centro y meta: la presencia real de Jesucristo vivo en la Eucaristía, que nos impele a entregarnos como Él, hasta el extremo. Se le reconoció como padre de los pobres porque en su corazón latía un amor profundo a la Eucaristía y al sacerdocio, que universalizaba su paternidad para con todos. 
 
Buen conocedor de la historia de fe de nuestra nación, amó profundamente a España y la representó con enorme dignidad allá por donde pasó. Trabajó por que la joven dinastía, a la muerte de Alfonso XII, no fuera objeto de ataques extremos que se intentaron contra una viuda joven y embarazada. España no podía permitirse más derramamientos de sangre en una nueva contienda civil. Su actitud de apoyo incondicional al gobierno y a la Corona en la guerra colonial alentó a muchos para aunar esfuerzos en un momento de emergencia nacional como fue el 98. He mencionado muy de pasada el surgimiento de los nacionalismos en el último tercio del siglo XIX. Suponían un golpe muy serio justo en un momento en el que la Patria se veía arrastrada al desastre, a su pérdida. Don Ciriaco María era muy consciente de que su posición de Primado no sólo representaba un carisma de servicio a la unidad de la Iglesia, sino también al valor moral que suponía la unidad nacional. Conocía muy bien lo que representaba Toledo y su historia en la defensa de este valor esencial de convivencia. Y no dudó en mediar y tender puentes en un brote de nacionalismo que surgió en la Barcelona de principios de siglo, y en el que se vio involucrado el obispo de aquella diócesis y más de un miembro de su clero. El episodio lo he tratado con detalle en El cardenal Sancha y la unidad de los católicos españoles. Fueron unos meses críticos en los que el Primado tuvo que viajar a Roma entrevistarse con León XIII para encontrar la solución más acorde sin herir sentimientos, pero dejando siempre a salvo el valor de la unidad como pilar irrenunciable. 
 
Amó profundamente a España y lo que ésta representaba en su historia y estaba llamada a dar en el presente y en el futuro. A fuer de católico fue un gran patriota, porque el patriotismo hace referencia no a derechas o izquierdas, sino a la virtud de la piedad, que dimana del cuarto mandamiento: la Patria es el lugar de los padres, el ámbito de las esencias. Pero, lejos de aislarse en una actitud excluyente o arrogante, abraza a otros miembros de diferentes naciones para complementarse y enriquecerse con lo mejor de sus valores patrios. Eso representó el cardenal Sancha. El Gobierno de la nación, en labios de su ministro de Gracia y Justicia, lo definió como «inolvidable ornamento de la Iglesia y de la Patria». Y seguía el marqués de Figueroa: «De aquella manera callada y modesta, que era la propia de su espíritu, el Cardenal Sancha supo en difíciles circunstancias prestar grandes servicios a la Patria y a la Iglesia; lo saben cuantos han seguido las tristes vicisitudes de nuestra Historia». 
 
Y, por último, su apertura al exterior, ejercida en varios viajes por Europa, donde iba observando la evolución del catolicismo del momento y del movimiento social, a fin de plasmar en España todo aquello que pudiera ser aplicado. Cuántos sacerdotes y cuántas economías escuálidas debieron su subsistencia a los contactos que el cardenal hizo en el exterior. Si aquel anónimo monje mozárabe del siglo VIII veía en los “europenses” –es decir, en Europa– la esperanza para “recuperar” aquella España perdida –¿se acuerdan?–, el cardenal Sancha fue el hombre que, merced a sus múltiples viajes por el viejo continente, pudo introducir a la Iglesia española en la modernidad, sin renunciar a las mejores esencias del sólido acerbo teológico y espiritual hispánico. Hemos visto la admiración que atrajo hacia lo español en el Congreso de Londres. Dentro del episcopado hispano fue el hombre mejor conocido y admirado en el exterior, y la ventana por la que la Iglesia española se asomaba fuera de sus fronteras. En una época de crisis de identidad, en la que unos clamaban por españolizar Europa y otros por europeizar España, él supo aunar tradición y modernidad en una síntesis católica perfecta. Desde muy joven vivió la espiritualidad de san Benito, padre de Europa, la cual proyectó en sus fundaciones, especialmente en las Hermanas de Cuba y en la primera Trapa femenina de España. Esa espiritualidad benedictina fue enriqueciéndose con los místicos españoles y otros maestros hispánicos de espiritualidad. El cardenal Sancha fue profundamente español, abiertamente europeo y católicamente universal. De ahí que estemos ante el hombre que, desde el catolicismo, ofreció la respuesta regeneracionista y equilibrada que aquellos tiempos exigían; lo hizo con su vida y con sus escritos. 
 
Toledo ha dado a España grandes primados. En el siglo XV se habla del Gran Cardenal para designar a Mendoza; otros también lo fueron: Gil de Albornoz, Jiménez de Rada, Cisneros, Lorenzana... En nuestro tiempo bien podemos considerar al bienaventurado Sancha como el Gran Cardenal de la España Contemporánea. Posiblemente no ha habido un obispo tan internacional y cosmopolita dentro del episcopado español en los últimos siglos de nuestra Historia. 
 
Aquel hombre, que era grande por tantos motivos, dotado por naturaleza de singulares cualidades, sin embargo su figura queda aún más engrandecida por algo en lo que sus contemporáneos coincidieron: su ardiente celo de caridad. Una corporación tan dispar en sus miembros como el Cabildo primado, reconocía por unanimidad el epitafio que, grabado en bronce, perviviría hasta nuestros días en su lápida sepulcral: «Hecho todo a todos con ardiente celo de caridad. Vivió pobre, murió paupérrimo». 
 
Santidad y reforma fueron de la mano en su persona, de manera que los frutos de su vida santa y su actuación pastoral afloraron de manera eminente cuando la persecución religiosa de los años 30 provocó testimonios heroicos de santidad martirial. Esa Iglesia era hija espiritual de cuanto había sembrado el beato y regado con no pocos sinsabores. 
 
Estamos en condiciones de afirmar que con su vida restauró el Primado. Pero no una primacía de poder y honores vanos, sino la que Jesús pedía a sus discípulos en el Evangelio: «Quien sea el primero hágase el último y el servidor de todos». Sólo desde esta percepción de ocupar el último lugar pudo restaurar una institución que nació como carisma al servicio de la unidad, de la comunión del Episcopado entre sí y de éste con Pedro, el obispo de Roma. Sin duda todos lo reconocieron como el hombre del papa en España. Pero también como el servidor de sus hermanos obispos, obrando como impulsor de grandes iniciativas y cediendo el honor de las presidencias a otros; hombre de gran sentido práctico, evitaba protagonismos para ganar adeptos a la causa de la unidad, que era lo que realmente importaba. 
 
Ojalá que el estudio de estos hombres eminentes sirva para dar luz a la figura del Primado como un instrumento posible, una propuesta realizable en la Iglesia de nuestro tiempo, desde una perspectiva de servicio prudente y constructivo a la unidad, a la comunión dentro del episcopado y de éste con Roma.