Don Ciriaco contaba con veintiocho años. Un condiocesano suyo, don Primo Feliciano Calvo Lope, fue nombrado arzobispo de Santiago de Cuba. Conocía las cualidades del joven sacerdote y le propuso marchar con él a América para ser su secretario. Recibió un sí incondicional junto al de otro sacerdote, don José Orberá y Carrión, al que el nuevo arzobispo escogía como vicario general.
Embarcaron a primeros de 1863 rumbo a Santiago, una de las ciudades más pintorescas de la isla. La mies era mucha y la pobreza también. Comenzaron por hacer la visita pastoral a su extensa diócesis. En sendas cabalgaduras don Primo y su secretario visitaron uno y otro poblado. La sencillez de don Ciriaco abrió al arzobispo muchas puertas de la gente humilde y los sacerdotes.
Concluida la visita, don Primo viajó a Roma con su secretario. Eran tiempos muy difíciles para el Papado y el catolicismo en general. Era la primera vez que don Ciriaco visitaba Roma y su alma quedó transida por un gran sentido de universalidad y comunión eclesial. Pero ecos de secesión llegaron desde Cuba. Se reclamaba la presencia del pastor. Éste, al pasar por España, cayó enfermo. Fallecía nueve meses más tarde. Fueron años de mucha fecundidad apostólica.
Don Ciriaco ganó la plaza de canónigo penitenciario. El sacramento de la reconciliación se convirtió gracias a este joven sacerdote en el faro que Santiago precisaba para reorientar su vida moral y espiritual; en el bálsamo que ayudaba a sanar las heridas de la miseria y del rencor. Todos vieron en aquel confesor al hombre de Dios y al apóstol jovial de Su misericordia.
Los pobres se convirtieron en su continua preocupación. En torno al penitenciario fue naciendo un grupo de almas en las que prendió el ideal de su padre confesor : un deseo grande de entregarse a ese Cristo oculto en los más pobres y angustiados. Una fundación religiosa al servicio de los pobres y de los niños huérfanos estaba a punto de nacer. El nombre que se le dio, Hermanas de los pobres inválidos y niños pobres, indicaba los destinatarios de su misión, aquéllos que la guerra multiplicaba como trágico tributo.
Don Ciriaco compró una casa amplia, aseada y luminosa para alojarlos; lugar, pues, donde la nueva congregación pudiera servir a los afligidos por la miseria y el desamparo, no sólo en sus cuerpos sino también en sus almas. El 5 de agosto de 1869 entregaba el hábito y la regla de san Benito a las nuevas religiosas.